MICRÓFONO ABIERTO POR CONCHI CASTELLANOS GARCÍA – COMPONENTE DE LA REVISTA LITERARIA VOLADAS PARA IMPRESIONES LITERARIAS: EL MUELLE
Bajamos al muelle después de desayunar. Detrás de nosotros el Atlántico se mecía suave bajo los primeros rayos del sol. En la dársena los barquitos bostezaban soñolientos mientras la memoria del viejo pescador se removía igual que pez en el agua.
Siempre fue el primero en echarse al mar, pero a cualquiera que lo viera hoy le costaría imaginar que en otro tiempo fue un gallardo marinero. “Un marinero de los de verdad -decía siempre muy serio- y no de los de barquitos de la costa” como solían llamar, entre burlas, a los que realizaban pesca de bajura en sus humildes traiñas.
Ahora, a sus muchos años solo es, según sus propias palabras, un contador de historias que habla sin parar, para quienes quieran escucharlo, de todas y cada una de sus aventuras y desventuras, mientras observa melancólico el roído maderamen del que un día fuera la niña de sus ojos.
Los años han dejado cicatrices en sus manos y, en sus ojos, una mirada tranquila y vieja como el propio mar. El suyo era de esos trabajos que envejecen antes de tiempo, labor de gente sencilla y humilde que con un íntimo y callado “por nuestro señor, el sol” como única oración, se encomendaban a su capricho y a sus destinos para, al despuntar el día, encontrarse en medio de su silencio.
Hoy pasa el tiempo sentado a la sombra de las redes, mirando con cierta añoranza los barcos que llegan tras la faena mientras la escena lo llena de una inexplicable mezcla de envidia y alivio además de cierta tristeza, pues sabe que contemplar el mar es como contemplarse a sí mismo.
Me cuenta que la primera vez que se subió a una barca pensó que iba a perder la vida pues, por culpa del mareo, le costó adaptarse a la cadencia de las aguas. Sin embargo, con el tiempo aquel chiquillo enclenque se convirtió en un gran marinero y el mar en su más temido y respetado compañero.
– “El muelle no es lo que era -me dice mientras se rasca la cabeza cubierta con su inseparable gorro de lana-. Se echa de menos el ajetreo de los barcos recién llegados con la bancá llena de pescado, el olor de las redes aún húmedas y el ir y venir de las gaviotas en medio de su estruendoso griterío. Hoy solo quedan unos cuantos marineros y las recelosas miradas de los gatos” –.
Su indumentaria desaliñada y la perenne colilla en la boca le hacen parecer un auténtico lobo de mar y raro es el día que no se acerca hasta él algún desconocido turistas para hacerse fotos o para pedirle alguna historia a cambio de un cigarrillo. Así fue como lo conocí yo, un amante de la literatura y aprendiz de poeta que llegó a puerto un día lleno de ideales románticos sobre el mar, y ahora sé, que bastante equivocados.
– “Necesito el mar” -contesté un día a la pregunta de qué hacía aquí-. “El mar es vida, es remanso de mis sueños. Su inmensidad me hace libre” –.
– “Vosotros los poetas no estáis muy cuerdos” -respondió entre carcajadas mientras mostraba una hilera de dientes negros por el tabaco-. “Tenéis la cabeza llena de pajaritos. A ver cuándo entendéis que el mar es muerte cuando habla y cuando calla” –.
– “La mar es una diosa bella y enigmática” -repliqué, pues el ímpetu de mis pocos años me hacían caer en discusiones apasionadas y un tanto equívocas-.
– “No, el mar es un dios porque crea vida, pero también trae la muerte y solo los que navegan sobre ellas lo saben. Todos los que levan anclas y se lanzan a sus entrañas cada día, saben que no hay nada de romántico en él” –.
– “Pero Usted – continué yo –, como persona que ha hecho del mar su fuente de supervivencia no puede negar la vida que genera. A mí me devuelve la vida cada vez que las olas se mecen al ritmo del viento. Es como si cada vez que me asomo a ella me devolviera esa voz que, a veces, se seca dentro de mi –dije insistiendo en que viera no solo la belleza que yo creía que no había apreciado aún en tantos años junto al mar, sino también en la necesidad que todo ser tiene de él” –.
Volvió a reírse a carcajadas. “Poetas… siempre en vuestro mundo” – dijo –.
– “La mar…”– intenté seguir.
– “No -dijo con una voz que asemejaba a un trueno-. Ni la conoces como yo ni quieres entender su verdadero lenguaje porque el mar habla, sí, pero su sonido no tiene siempre ese aspecto romántico que ves. No siempre es el batir de las olas contra las rocas o las lonas de unas velas abiertas al viento o el roce de la madera surcando las aguas. A veces su lenguaje es el de la advertencia, el que aconseja no salir, el que se apodera de tu interior como un mal presagio. Y ¿por qué la llamas la mar?, ¿quién te ha dado ese derecho? ¿Es que acaso has sentido el viento impetuoso y racheado de levante silbando incansable mientras desarbola las embarcaciones?, ¿has estado en medio de temporales que ciegan la luna y escoran peligrosamente los barcos?, ¿han reventado gigantescas olas sobre ti cubriendo tu cuerpo y la noche oscura de agua?. ¡Qué sabes de cuerpos escupidos sobre la orilla!. El mar no tiene ni ha tenido nunca escrúpulos” –terminó de decir en voz baja, perdiendo la furia del principio mientras el silencio se hacía entre nosotros –.
El día avanzaba y en la dársena los barquitos pintados de vivos colores ponían un punto de color a la grisácea estructura del muelle. Los dos nos habíamos quedado en silencio, inmerso en nuestros propios pensamientos y la mirada fija en el movimiento rítmico de las embarcaciones amarradas como prisioneras a los pantalanes. Me sintí desarmado por el pescador. Ya no quería ni sentía ganas de seguir manteniendo aquel pulso sin sentido, pero tenía miedo de haber herido los sentimientos de mi compañero de historias.
– “Lo cierto es que vosotros, la gente de mar, estáis hechos de otra pasta. Sois de esa clase de supervivientes siempre dispuestos al sacrificio. En definitiva sois auténticos héroes” – dije intentando adoptar una actitud más conciliadora –.
Y el viejo marinero, con la mirada triste y cansada, como si de repente hubieran caído de nuevo sobre él todos los años vividos respondió:
– “Lo que tiene este trabajo, hijo, es que un día te encuentras en medio del mar buscando cualquier cosa que te sirva de guía para volver a casa y piensas que quizás es cierto que exista algo tan poderoso como para crear gigantescos e imposibles espacios como los océano y entonces sientes miedo, porque te das cuenta de que no eres tan importante como te creías. Y te equivocas una vez más – dijo ya casi en un susurro y con cierta amargura en sus palabras–, nunca fuimos héroes si acaso, como alguno de los tuyos dijo una vez, meros aprendices de ahogados –.