MICRÓFONO ABIERTO POR JUAN JOSÉ GONZÁLEZ – COMPONENTE DE LA REVISTA LITERARIA VOLADAS PARA IMPRESIONES LITERARIAS: EL MUELLE
EL MUELLE
Al alba la luna invisible reclama al poniente para que haga bostezar a la tempestad. A lo lejos el horizonte infinito se va cubriendo de rayos, estrellándose en el vórtice de la tormenta. Anuncian la llegada un ser de otra estirpe, una bestia. Lo acompaña una frontera formada por los gritos de los espectros y una hueste de fogonazos. Un velo que lo cubre todo en un avance inexorable.
La marejada sitia el muelle que se muestra altivo y de forma paternal resguarda en su dársena a todos sus hijos. Fuera, las olas se agitan impetuosas e intentan desmontar la escollera en un continuo cañoneo, un sonido de timbal que retumba al compás y amenaza con pasar. Las piedras valientes, enfrentan la furia y disputan las vidas de los hombres. Ante tanta gallardía la mar se vuelve furiosa, loca, imparable. Los bloques forman un ejército que interponen sus entrañas de acero y hormigón en la refriega. De forma pretenciosa las olas buscan un resquicio para desmembrar la columna, martilleándola cadenciosa en un ir y venir de piola. El dolor producido por los envites hace llorar al malecón que se desangra en diminutos trozos de arenisca que se desgajan de la argamasa. El viento celoso remueve el atlántico, le susurra, le grita que salte y que mire más allá lo que guarda el muro con tanta perseverancia. La mar se compra un traje de chocolate y se maquilla morena salvaje, una amante impenetrable que danza incansable. Su insistencia es impertinente, aburre al rompeolas, desgana a los erizos, desnuda a los pulpos y saca las algas a bailar, incluso inquieta a los cangrejillos que se atan a las rocas para no ser alborotados.
En el pueblo los mástiles hinchan sus velámenes. El ambiente se llena de espectros que vagan ululantes rezando jaculatorias y aterrorizando a los vecinos que atrancan portones y ventanas. El velo del tornado se convierte en una bruma que envuelve a Rota dejando un rastro de sal. Esta se adhiere a todo con una humedad pegajosa que desmiente las conciencias y roe las rejas.
En la dársena el trabajo se hace monótono, los hombres atan las barcas al pantalán. Algunos charlan con las gaviotas que atentas no pierden ápice de la conversación. Otros arropan sus redes con mantas, las acurrucan para que no se constipen y apilan montañas de laberintos sin fin. Para no aburrirse se dedican a tejer prendas de fino hilo que tienden sobre las rejas del muelle. En el amarradero los botecillos enajenados se besan con el pantalán y las barcazas se calzan neumáticos, alérgicas al hormigón.
Las palmeras del Chorrillo se acuestan doblegadas de tanto despelote. Revolucionada, la arena rebusca en los rizos de las mujeres, se mete en sus pechos y se duermen en sus dobladillos.
Algunos barqueros se asoman al espigón para adivinar el fin del temporal, pero el viento los detiene con su fuerza de ciclón. Uno de ellos se arranca gaviota para despegar y volar sobre el muelle. Cruzó la mar revuelta y veloz llegó al Picobarro. Allí fue cogiendo altura, jugando con el viento sobre la playa del Chorrillo y cansado, surcó la muralla para contemplar desde el cielo la Iglesia de la O. Loco de tanto alucine aterrizó en la calle Grabina
A medida que los días van pasando la espera se hace insoportable. Algunos hombres se lanzan ociosos al desorden del vino hasta que les revienta la conciencia. A las marineras se les aflojan las piernas, indisponiéndolas ante la insistente presión ambiental de tanto hombre inactivo y, agotadas en un sueño, van contando los días orando a cristos y
vírgenes para que calmen al demonio. Una noche la bestia se apaga sin decir nada, desaparece agotada de tantas brega.
El muelle triunfador se siente gigante, duerme a la bestia entre sus brazos y por fin puede liberar a sus hijos.
EL LAMITO
Este es un texto satírico sobre un personaje que anda por el muelle conocido de todos los marineros.
Si preguntas te dirán:
El Lamito un viejo de pocas carnes y menos luces. Fue andando retorció para asomarse a la esquina del embarcadero y predecir el fin del temporal. El espigón fálico detenía las envestidas de las olas que se subían sobre las farolas. El viento fuerte soplaba arremolinándose por el rompeolas. Y una racha con muy malas entrañas se lo llevó rodando por el aire como a un periódico arrugado, pegando gritos por el desatino de tanta guasa. Como un toro encabritado el aire lo fue embistiendo sin dejarlo caer, paseándolo de aquí para allá. Lo arrastro por todo el muelle. Mientras las gaviotas se las echaba encima intentando le sacar las cuatro muelas que enseñaba del susto.
Sin asidero volaba sobre los veleros, descoyuntándose por el aire se intentaba agarrar a algún carajo que tenían recogido todo el velamen. La ventolera se lo llevó hasta el Picobarro para pasearlo con los niños de las cometas. Estos lo miraban echándose las manos a la cabeza, pensando en el testarazo. La Antonia lo conoció al lejos, sabia en el lio que se había metido. Al pasar por la muralla se subió a la azotea para gritarle que ya estaba harta de él. Se fue en busca de la sobrina para que mirara lo que le pasaba al tío, que ella ya estaba cansada. El temporal lo levantó en peso sobre la Iglesia de la O para tirarlo desde lo alto hacia la calle Gravina. Lo revoleó sobre los adoquines debajo del faro llenándolo de polvo ante el espanto de los turistas del Duque de Nájera. Se quedó un rato en el suelo haciéndose el muerto hasta que se levantó ileso, maldiciendo el ventarrón. Se reía nervioso como uno de los hermanos calatravas y atusándose el flequillo descolocado del meneo. Se apretó la correa que no le sujetaban los pantalones que se le habían desbarajustado un poco, se colocó la camisa y empezó a andar perdió. Se buscó el tabaco en los calcetines, y se acordó que ya no fumaba, hacia una semana que se había quitado del tabaco. Y se metió en el bar de la freiduría a pedir una cerveza fresquita.