MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL | HISTORIAS DE VIDA Y MUELLE
I – La proyección
Hubo un tiempo donde el muelle era el paseo marítimo del pueblo, su espigón delimitaba el puerto pesquero frente al mar abierto. Uno podía caminar entre redes, secándose al sol con el resto de escamas y algas aún pegadas a sus hilos, entre pescadores que trajinaban con los distintos aparejos de trabajo y mujeres remendando en aquel entramado de hebras, los desperfectos ocasionados por la tripulación cuando salió a faenar.
Subíamos al pretil del muro de separación y oteábamos el horizonte como el que sueña con embarcarse en una aventura hacia otros mundos desconocidos.
A veces, paseábamos de noche, donde la oscuridad se unía a la negritud del océano. Apenas tímidas bombillas alternas alumbraban el camino y el cielo era un techo negruzco salpicado de constelaciones. La osadía de la juventud no temía ratas y cucarachas, que recorrían aquellos dominios húmedos, y nos tendíamos en el suelo, mirando a las estrellas sintiendo la opresión de todo ese espacio lejano que, sin embargo, parecía estar al alcance de nuestra mano.
El mar era un manto oscuro, tenebroso, incierto, sólo las luces de embarcaciones pequeñas que pescaban en alta mar salpicaban la lejanía. Alguna vez, un transatlántico cruzaba el horizonte como si una isla hubiese emergido de las aguas y estuvieran de verbena, celebrándolo. Los barcos, la mayoría con nombres de mujeres, amarrados en el muelle, descansaban de la pesca del día permaneciendo a la espera, meciéndose en las tranquilas aguas del embarcadero. Al fondo, hacia el pueblo, el contorno de la orilla de la playa se delimitaba por el conjunto de casas, formando una nube de claridad que dibujaba una bella silueta al reflejarse el alumbrado en sus paredes blancas.
El gigante extranjero marcó su territorio al otro lado de la pequeña bahía, sus monstruos marinos de hierro levantaron olas, usurpando el espacio ajeno, amenazantes trazaron distancia, evidenciando diferencias, no llevaban redes sino armas y, en sus profundidades, las mitológicas sirenas fueron mancilladas por potentes vergas de acero que, clandestinas, profanaban la inocencia de sus aguas, corrompiéndolas, creando muerte, sembrando veneno, contaminando silenciosamente su fauna virgen, a escondidas, con engaños, como se hacen los negocios sucios.
Una ingenuidad conservada se recreaba aún en el bucólico entorno, las blancas gaviotas dibujaban paréntesis en un cielo azul con nubes esponjosas, como paisaje de un hermoso cuadro. Los gatos, perezosos durante el día, reposaban sobre los adoquines que protegían el muro del abrazo fuerte y constante del envite del mar, y una dulce melodía acompañaba el mecido de las olas, como una nana relajante y ensoñadora.
El progreso imparable desdibujó los planos de antaño y diseñó un nuevo contexto donde crear un puerto marítimo, título grandilocuente del tradicional puerto pesquero, digno atributo que da importancia a una línea de costa en auge turístico. El muelle dejó de ser un lugar por donde transitar con la costumbre de los tiempos juveniles. Cerraron el paso de ciertas zonas, distribuyeron las embarcaciones en aparcamientos acuáticos, disputándose gallardía y elegancia, mientras, discriminados, los viejos barcos de pesca perdían sus colores, se borraban sus nombres, como mujeres abandonadas que, creyendo perder su encanto, se olvidaron de su hermosura y cuidado. Ahogado el brillo de sus miradas en aquel exilio y desvanecido quedó el rubor en sus mejillas enamoradas.
No sale la Lola a faenar, ni la María del Carmen luce ya sus galas, quedó sujeta al ancla Mi niña bonita. Si no fuera por la belleza musical que ameniza un conjunto de mástiles contra los que chocan las finas cadenas, tintineando como campanas de un templo sacrílego, más que una bella estampa, parecería un campo de exterminio, donde los cuerpos de los desterrados, se consumen, quedando esqueléticos, resignados frente a la superioridad de aquellos que no necesitan salir a pescar para llevar a la mesa las delicias del mar, capturadas con las mallas de sus tarjetas Visa.
Hay clases y, donde se ponga un Puerto Banús o sucedáneo, que se quite el rústico y decadente puerto pesquero. Su muelle deteriorado por el azote del mar, los pescadores echando, en rutina ancestral, sus redes, gastadas, con remiendos por el uso, alcanzando la lontananza para llenarlas de peces. Pero el océano ya no es tan azul, la madre mar envejece, el rey Neptuno abdicó en su hijo, un príncipe más bien rana de agua dulce, instruido en otras normas convencionales, emulando una tradición maquillada.
La mar ha perdido su feminidad y su función procreadora y un galán adornado y melindroso, un dandy que le gusta de deportes acuáticos, de competiciones de vela, de yates de lujo, de bañistas de calidad que no respetan nada, de depredadores insaciables, ha tomado sus confines, marineros de pieles bronceadas, no quemadas a la sal y al sol. La pequeña flota replegada en su pequeño y deteriorado mundo, tiene horario de oficina, y ficha al salir y entrar, una básica carta de menú y un patrón de medida universal, su noventa, sesenta, noventa, particular.
El voy a echarme a la mar ha sido sustituido por una jerga exclusiva, el nuevo lobo de la estepa acuática no lucha contra las olas sino que las domina o las pilla. Quedó anclada en la memoria la pequeña bahía que inundaba los pulmones con la brisa de un aire con olor a salitre, de seba secándose al sol, de barcos que salían al atardecer en aquellas tardes de verano y arribaban en la misma orilla de la playa, tirando de sus redes hacia la arena, cargadas de peces plateados, saltando en una espesura brillante, con desesperado empeño por salvar aquel obstáculo, liberarse de aquella cárcel y regresar a sus profundidades, libres de nuevo ,aunque por poco tiempo, pues entre las cuencas de las manos de los niños, como diminutas peceras, otra vez, quedaban prisioneros, nerviosos por la emoción, sintiendo sus cuerpos resbaladizos queriendo escapar. Nunca antes sus ojos inexpertos gozaron, profanos ante la inmensidad desconocida, de la cercanía del mar, retenida por unos segundos en el universo frágil de sus dedos.
Más allá del faro, otro cosmos desconocido, infinito e inaccesible, que alimentaba a los hombres y también se alimentaba de ellos, el mundo mitológico, la Atlántida sumergida, el piélago de los secretos, la aventura de nuestros deseos, el horizonte donde dibujábamos nuestros sueños, es ahora el reflejo de un sol de postal, un batiburrillo de apariencia marinera y una caricatura de un ayer.
El muelle de mi pasado, relegado a la nostalgia, es el único recuerdo que de él quiero guardar, quedó entre los escombros con los que se rehízo de nuevo. Una imagen distinta lo viste, quizás más glamorosa y modernizada, sin embargo, sigue sin ocultar la vergüenza que tiene enfrente.
II – El infortunio
Como un oasis sumergido en un tráfico particular de un universo primitivo, los hombres rudos, oscuros de piel y tatuajes, que luchan contra la naturaleza, cada día buscan el sustento. Sus barcos, con raíces de hierro, se fijan al suelo de las aguas del embarcadero, agitados como ramas por el suave balanceo de las olas. Alineados, hacen formación frente a su rey, frágiles soldados que se enfrentan al campo de batalla, ese extenso océano de aguas peligrosas, dóciles, a veces generosas, celosas de sus territorios siempre.
Mujeres a la espera continua de sus hombres o de qué comer, la incertidumbre perpetua agarrada en habitaciones húmedas, donde permanece, rebelde al jabón, el olor profundo de mar incrustado en las paredes de cal descascarilladas, en las escamas pegadas al fondo de sus ollas y en el cesto de la ropa sucia, donde se abandonan, como esqueletos, los monos de trabajo, antes de volver a la mar, infierno y cielo. Genuinas Penélopes, la fiel esposa que tiene que compartir el amor de su hombre con una amante exigente, hermosa, sensual, diosa subyugante que lo vuelve loco, entregado inconsciente. Lo encuentra abstraído los días que pasa en tierra, deseándola y ella lo sabe, sabe que su cuerpo no es capaz de complacerlo, de traerlo a este mundo, el suyo, el de los seres de este desierto, porque él anda como perdido en esa especie de locura, en el volante de su espuma, en el salitre de su piel, en el beso salado de su brisa, en el color de su pelo ondulado y el horizonte sinuoso de su figura que lo aturde, lo atrae, lo confunde, hechizado por su belleza. Lo absorbe esa ramera, pero ella sabe esperarle, tiene sus puertas abiertas. Y en las noches de luna llena, cuando él sale a su encuentro, ella los oye gozar, escucha en la lejanía el aliento entrecortado, los suspiros intensos, las palabras de amor que se dicen, el grito profundo, desbocado, exultante de su pasión. Entonces, ella llora en la oscuridad de su dormitorio, en la cama solitaria donde permanece aún el olor que esa pérfida dejó en el cuerpo de su esposo, que superó hasta su ausencia, relegada a una entrega mediocre, imperfecta, fugaz.
El llanto de los niños llena sus soledades y coge la botella que él dejó en la despensa y escupe en el fregadero su sabor áspero, pero repite porque esa boca de cristal y ese líquido infame le recuerdan sus besos.
Al amanecer suenan las campanas, oye gritos de mujeres asomadas a las ventanas con las prendas de la noche aún puestas, alguna en la oscuridad que, poco a poco, se desvanece, corre por la acera ajustándose el chal que la cubre, va en dirección al muelle. Es la Juana, dice alguien, ¿dónde vas?, ¿qué ha ocurrido? Juana va como loca, ni contesta ni oye, tiene el hijo en esas aguas tenebrosas. Lo presentía, estuvo toda la noche inquieta, ese viento no amaina, se recrudece. Va rezando en sus adentros, no responde, no oye, un pensamiento aprisiona su cuerpo, el hijo se echó a la mar y no ha vuelto. Juana, ¿qué pasa, niña?
Antes que la luz descubra los rostros angustiados, el miedo en los ojos, el rictus de dolor en el gesto, antes que el día anuncie la dura verdad, todas corren al muelle. El patrón alza la voz, callad mujeres, dejad los sollozos para el momento, que aún no hay cuerpo yaciente. Esperemos que comandancia avise por radio, dice, intentando parecer sereno. Callad, mujeres, ahora hay que demostrar de que estáis hechas, que sois dignas mujeres de estos hombres. La Juana no levanta la cara de su rosario, y el resto gime o calla, reza o se desgarra en silencio. Los niños hoy no irán al colegio, la comida no se pondrá a la mesa, las casas quedarán huérfanas. Sin embargo, puede que haya visita de la dama negra rondando las calles buscando su puerta y no hay llave que la cierre. Si la reina así lo quiere, si esa mala mujer concede su gracia tal vez devuelva el cuerpo a quién le
pertenece porque a veces es la más cruel y posesiva, celosa lo quiere sólo para ella.
A la una de la tarde se confirma la noticia, el patrón está serio, no habla, traga saliva, ya tiene datos en sus papeles y los nombres en la lista de los debes y haberes. Ahora viene
lo peor y lo sabe, el silencio denso, paralizado el tiempo, el miedo contenido, la esperanza alejándose aún intenta asirse a la yema de los dedos. Nadie quiere decir nada, temen que diga y que calle, recogen la última reserva de fuerzas y, con el corazón en la boca, el cuerpo entero todo oídos y la mirada buscando desesperada hacia el cielo, con la fe amenazada, los nombres se clavan como puñales, retorciéndose en sus vientres de mujer, son las tocadas por la mala fortuna. Las demás acompañan a las tres perdedoras, más solas que nunca quedan a pesar de la compañía, de la condolencia de todos.
Hoy no calentará ni alumbrará el sol, la noche se hizo en sus almas. Hasta los niños dejan sus juegos, lloran aunque hoy no sean los afectados. Lloran por el amigo, por ver a las mujeres llorando y un grito desolador se prolonga por las calles, ¡ay, mi hijo! ¡Ay, mi niño! ¡Ay, mi ser de mis entrañas, te ha llevado esa mala pécora, mala madre que quita el hijo a otra! ¡Ay, mi niño! ¡Ay, mi bien! Las mujeres de negro, aquellas que ya vivieron ese día amargo, las rodean, comparten su calvario. El círculo se hace más grande, va creciendo, el dolor es uno y los días venideros marcarán la diferencia entre éstas y aquéllas. Las que hoy dormirán acompañadas, sentirán más fuerte que nunca el calor y la cercanía de su hombre. La madre abrazará agradecida, con desesperación casi, como si fuera un crio, el cuerpo hecho de ese hijo, que agasaja con sumo cuidado, que mima, ofreciéndole los mejores manjares. Porque hoy es como si el hijo hubiese nacido, como si se fuese la primera entrega de ese cuerpo de amante. La vida hoy les ha concedido este regalo, mañana, siempre el mañana, todo puede suceder, pero, a pesar del sufrimiento ajeno, hoy, hay que celebrarlo.
III – El desamparo
Su mirada se pierde hacia la lejanía, en aquellos territorios por donde combatió entre monstruos líquidos de alas negras, un cielo amigo y enemigo siempre engañoso, porque uno nunca aprende del todo sus señales equívocas, recogiendo la cosecha de aquella tierra fértil, Eva en un paraíso de un Adán de espinas y escamas.
El telón del cielo nocturno se abre y un tímido sol asoma entre bastidores. Entonces, unos entran en escena mientras otros salen, actores de un público distinto pero siempre exigente. Esperan bocas abiertas por el llanto de un hambre insaciable que necesita, día a día, del duro trabajo.
Suda el hombre cubierto de agua salada como el campesino bajo el tórrido sol sobre la tierra seca. Le cala la humedad hasta los huesos, pero no hay tiempo para pensar, la acción se impone con el empuje de lo inevitable. No hay goce, ni poesía en corazón hecho a sobresaltos, sólo dureza en manos encallecidas, de piel oscura y cuarteada, inquisitiva mirada dirigida hacia un horizonte amenazador, un viento que surge de improviso de entre una estancia oculta, una cuarta dimensión que desbarata todo empeño, toda esperanza, arrastrando, a veces, vidas.
Hoy, náufrago en la isla del recuerdo, piensa, sueña e inventa aventuras, mira al ángel rebelde, la mansedumbre que custodia una paz ficticia. No hay ternura en este paisaje más que en la mirada de aquella niña, en el beso que te acoge tras la lucha, el acomodo entre sábanas limpias.
El pasado del hombre surgió de sus aguas, dio alimento y destruyó vidas. Ellas te advierten de quién manda, quién domina en este espacio inhóspito donde nos hallamos perdidos, en un mapa siempre cambiante.
No le preguntes nada, olvidaste su lenguaje, por eso te niegas a escuchar sus lamentos desde esta orilla. Serás testigo callado de su desastre, que las señales anuncian. Una coqueta espuma de olas, embaucadora, adorna una bomba de relojería. Abandonado, como coche en el desguace, se llenarán de ratas sus territorios y devorarán nuestras entrañas, algún día.
IV – Melodrama en mar mayor
Duro asfalto de dientes rotos
que apuntalan tu cuerpo lleno de heridas
Canciones eternas de pasión, aventura y muerte
insomnios de melodías añoradas
rugir de fieras salvajes
y una fauna romántica
vestida de encaje
que roza tus aguas saladas
Blancos y azules intensos
y un semáforo de luz roja, verde y ámbar
cierra y abre el paso
a caminantes que levitan sobre las olas
Un cielo duro y un suelo blando se intercalan
como ojos y boca que a destiempo sonríen y amenazan
Noches nostálgicas de luna llena
sobre aguas plateadas
Un sol de nácares y amapolas acuáticas
siembra su prado de cristal
mientras aves de madera descansan
balanceándose sobre la marea en calma
Rey benévolo que vuelca oro sobre las olas
el amanecer sorprende a los hombres con la camisa remangada
Es la vida del mar
su ley marca las reglas hoy habrá marejada
el juez dicta sentencia
impone arresto domiciliario
en el muelle, al amparo de su lecho, reposa la flota huérfana.
STEREOVAC | EL SABOR AMARGO DEL MAR
El sabor amargo del mar
Suenan campanas en la noche fría.
La triste sinfonía anuncia ruina.
La fuerte ventisca
revuelve las olas
en una espuma negra
De roja corona
Y a nadie le gusta el sabor
Amargo del mar.
Suenan campanas en la noche fría.
Se agotan sus fuerzas, esperando el día
contra la tormenta
buscando salvación
escupe mil muertos
la desesperación
Y a nadie le gusta el sabor
Amargo del mar.
Suenan campanas en la noche fría.
En el silencio al romper el día
Corre una mujer
las calles vacías
ventanas se abren
como bocas que gritan.
Y a nadie le gusta el sabor
Amargo del mar.
Suenan campanas en la noche fría
Una lotería macabra te premia con un nombre
y un vacío en las manos
y la esperanza traicionada
sólo espera que la pérfida mujer
devuelva el cuerpo del hijo